Por: Maré
La experiencia turística es maravillosa; nos expone a un papel de voyeuristas que nos permite inventar historias y sobre todo, creer que son ciertas.
Pero no perdemos esa inmunidad que nos da el “ser turista”. Ese perdón por no ser del lugar y creer que uno entiende lo que pasa, cuando en verdad uno está afuera, muy afuera, apreciando una cáscara que alguien puso allí para hacernos creer que vemos y que entendemos. Cuando en verdad apenas podemos captar partículas de ese equilibrio obligado entre cantidad / tiempo disponible, que no es infinito y que reclama cierta urgencia al mirar.
Podemos hacer un juego –nos divierte, pero no nos gusta tanto-: hacer una larga lista de lugares y tildar (þ) aquellos por los que pasamos. Eso nos da un cierto alivio de deber cumplido (“¿fuiste a….?”, “me imagino que no te perdiste….”). Pero… ¿es lo mismo pasar por la puerta rapidito, que haber entrado y permanecido, mirando detenidamente? O… ¿Qué ocurre en el caso de llegar al lugar media hora antes de que cierre? ¿Se cuenta o no se cuenta, se tilda o no?
¿Y qué decir de ese “entender–como-vive-la–gente-aquí”. Subimos a un colectivo, leemos un diario gratuito, vamos a un sitio de moda o visitamos una casa amiga. Y entonces decimos que la vida en ese lugar parece más o parece menos (más o menos, ¿comparado con qué? ¡¡con nuestras propias vidas!!).
Nos llevamos a casa un “baño de entendimiento”, de creer que sabemos cómo es la gente allí, cómo se vive en ese lugar, pero apenitas vimos la punta de iceberg y no sé si alguna vez veremos más que eso.
La mirada turística nos conecta también –desaforadamente- con el arte. Nos convierte en asiduos cultores de museos y exposiciones a las que cotidianamente no iríamos. Nos coloca en el lugar de admiradores y expertos observadores de obras, algunas de las cuales nos provocarán inmensa emoción, reconocimiento, gracia, hasta temor y respeto; nos pondrá también en el contador número quichicientos de los miles de transeúntes que han pasado ese mismo día por allí. Y las obras de arte se estarán riendo de nosotros, pensando: - otro más, y van….
Pero nosotros no, porque creemos que somos diferentes y que nuestras miradas son particulares y únicas, que tenemos vivencias que ningún otro de los mortales podrá repetir.
En fin, que la mirada turística es como un gran cine continuado al que uno entra a ver que le cuenten una historia; y uno se deja encantar, sueña e imagina, y cree… cree que lo que ve es cierto….
Pero los museos cierran, las luces se apagan, la gente se va a dormir.
Y quienes conviven día a día con esos objetos [1] que se nos ofrecen cual joyas, quienes pasan el trapo a los cuadros, limpian los baños de los museos, ven pedazos de telas pintados o “cachos” de monumentos que hay que correr de un lado a otro, paredes vacías que hay que llenar, pilas de cuadros que no se sabe dónde colgar, ciudades enteras que hay que limpiar, residuos de baguettes, pilas de cámaras de fotos, vasos de coca cola vacíos, puchos tirados, también encuentran por ahí algún sueño perdido, de algún turista que creyó encontrar el paraíso, ese día que tomó el barquito, que vio las luces encendidas, que se encontró cara a cara con esa escultura, que caminó por esas calles, que creyó que por un día, la vida era realmente bella.[1] Gracias a la peli La Ville Louvre, dirigida por Nicolas Phillibert, 1990, que me permitió acceder a una mirada diferente…
Nota: Excepto la de La Ville... (levantada de un sitio) todas las fotos son de nuestra autoría.