(DVD 2 del Pack Werner Herzog, Documentales y cortometrajes: La Cajita Feliz)
¿Alguien recuerda cuando Wim Wenders (en Tokio Ga, de 1985) mostraba a Werner Herzog en el alto mirador de una gigantesca torre tokyota explicando su presencia allí para intentar captar alguna imagen del mundo que aun no hubiera sido filmada?
Esta motivación, toda una vertiente del cine de Werner, es susceptible de ser inferida a partir del mediometraje La Soufriere.
Veamos.
Se espera en forma inminente la erupción de un volcán ubicado en una isla habitada de las Antillas francesas. La catástrofe sería de tal grado que imperiosamente se evacua la villa a sus pies, quedando abandonada e intacta, un pueblo fantasma habitado por animales y basura.
El suceso fascina a Herzog que, en la piel del realizador intrépido y buscador de lo inexplorado – papel que iría perfeccionando a lo largo de los años (ver The white diamond, del 2004, o Encounters at the end of the world, del 2008) -, se dirige allí, arriesgándose él y su equipo. En el lugar, además de toparse con ciertos marginales que pese al peligro rehusan marcharse – típicos excéntricos non fiction de su cine -, registra imágenes al borde de la abstracción, tan extraterrestres como las que la NASA le facilitaría luego para The wild blue yonder, del 2005.
Las nubes de gas bordeando los alrededores del volcán, borrando progresivamente los contornos geográficos de referencia: inolvidables.
El asunto es que los indicios del desastre comienzan a disminuir y la gente regresa a sus hogares para retomar su vida, situación que Herzog vive como fracaso personal; él había ido a filmar el Apocalipsis desde la primera fila:
“El giro de esta película nos resultó penoso y así acabó todo, en la absoluta nadería y el absoluto ridículo. Ahora se convierte en un reportaje sobre una catástrofe inevitable que nunca tuvo lugar.”
Su ambición devenida en esfuerzo inútil lo convierte también a él en una de sus invenciones, en un Aguirre, un Cobra Verde, un Fitzcarraldo más.
(La Soufriere – 1977)
Un humanismo nada subrayado, porque los hechos hablan y la filmación de niños usados como carne de cañón no incurre en zooms abyectos.
En un pueblo indígena cuyo territorio es la selva nicaragüense, los miskitos, organizados por siglos en la práctica de un socialismo primitivo, pelean aliados del sandinismo ante la invasión de su hábitat por parte de Somoza. Sin embargo, cuando éste cae, los sandinistas en el poder los reprimen violentamente, tanto a ellos como a sus peticiones.
Entonces, la división de niños-soldados de esta etnia comienzan a ser entrenados y pertrechados ahora por los contras, siendo adoctrinados contra “el comunismo”: concepto vacío que les fuerzan a identificar con la matanza de seres queridos. Un colonialismo territorial, sí, pero también del lenguaje.
Estos chicos morirán, qué duda cabe, todos los bandos los utilizan sucesivamente porque – parafraseando a John Ford – they are expendable.
Muy lejos del estereotipo con el que muchos rotulan al director, aquí no hay foco en protagonistas megalómanos capaces de aplastar a quienes se interpongan en sus proyectos delirantes, sino una luz tenue, un grito ahogado a favor de los más débiles.
Y dos de las imágenes más tristes de toda su filmografía: el plano secuencia con niños sometidos a la práctica del disparo con mortero, y la visión del lánguido soldadito cantando su balada.
(La balada del pequeño soldado – 1984)
Acá si que cuesta encontrar los rastros de lo que vendría después.
Montaje paralelo entre imágenes de fisiculturistas y desastres automovilísticos, bombardeos en ciudades e ítems similares puntuados por música a lo Coltrane y frases sobreimpresas de ironía canchera muy de esa época. Ejemplo: un forzudo ejercitando sus músculos y la pregunta en pantalla "¿podrá vencer a las Amazonas?", corte e inmediatamente se nos muestran mujeres soldado marchando.
Y así todo en éste, su primer corto.
También los gigantes comenzaron pequeños.
(Heracles - 1962)
Incomprensible este viejo que toca la lira pero no habla, casi un Kaspar Hauser que, en lugar de una vida encerrado en un sótano, porta una existencia anterior recluído por voluntad propia en una isla.
"Lo sacamos de allí, lo salvamos" manifiestan a duo dos policías, sobreactuando orgullosamente ante cámara.
Pero cuando un testigo narra que cuando lo tomaron por la fuerza para subirlo a un barco dijo: "no podeis hacerme daño, estoy al mando de toda una flota", y el encuadre muestra que esa flota, sus barcos, no son más que un dibujo tallado en la roca, el personaje quedará para nosotros inmediatamente adscripto al linaje de los excéntricos románticos que Herzog siempre supo encontrar (o inventar).
(Últimas palabras - 1968)
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Herzog, con sus imágenes, reafirma mi convencimiento de que el universo está compuesto por una inconmensurable cantidad de variables, completamente azarosas, del que la realidad (sea lo que sea lo que cada cultura en su momento, o cada uno, interprete con esta palabra) es un exiguo recorte de unas pocas de ellas, elegidas en forma arbitraria.
ResponderBorrarTodavía rechinan en mi cabeza las risas que llenaron la sala del BAFICI en la que se proyectó "The wild blue yonde" celebrando las supuestas gracias proferidas por un conjunto de locos lindos filmados por Herzog. Locos lindos que, confundidos por muchos con actores de reparto recitando un guión alocado, no eran otra cosa que científicos, físicos y astrónomos de la misma clase con la que convivo a diario.
¡Es que esos científicos, físicos y astrónomos eran realmente MUY graciosos!: tan pronto disparan teorías, proyectan órbitas e imaginan escenarios futuros como son potencialmente capaces de armar algo y, sin querer queriendo, borrarnos a todos de la faz de la tierra.
ResponderBorrarBrad Dourif, que en "The Wild Blue Yonder" hace de inmigrante extraterrestre (y en otra menos respetada hace de voz de Chucky), me seduce más en su proclamado anhelo de felicidad en la Tierra: la construcción de un hermoso Shopping.
Abrazo.