miércoles, 25 de mayo de 2011

Mundos de cine (I)

No hay caso, adonde vaya me llevo puesto, sin apelación ni pido gancho.
Las guías turísticas y las recomendaciones podrán estructurar itinerarios posibles, sugerirme pasar del sitio A (fortaleza antigua) al sitio B (museo interactivo) y luego hacer un alto en C (el bistró con las mejores baguettes del mundo), que pronto la lógica azarosa de mi propio deseo termina borroneando los puntos prefijados. Y superponiéndoles otro mapa, personal, que resignifica el geográfico.


Honores reales.


Edinburgo posee la magia de lo medieval palpable en cada callejuela céntrica, y recorrer el trecho que va desde el Castillo rocoso que domina la ciudad hasta el Palacio de Holyroodhouse, con sus lujosos aposentos, su abadía derruida y su monumentalismo, es como pasear fuera del tiempo. Un único signo de modernidad explícita corta el encanto: un plasma en el salón más espacioso del palacete repite en loop el momento en que, hace más de una década, la reina invistió a Sean Connery con el título de Sir. No pude evitar sentir que lo que le reconocía era haber estado, como James Bond, “al servicio secreto de Su Majestad”, que el premio era menos para la persona que para el personaje.


El Filmhouse.


Comparar fotos de ambas ciudades lo metaforiza muy bien: en términos idiosincráticos, Edinburgo y Buenos Aires no pueden ser más distintas. Sin embargo, hubo un lugar en el que me sentí en casa: el Filmhouse, al que volví varias veces.

Ubicado en la Lothian Road, una de las avenidas más céntricas, es un poco cinemateca y otro poco club de encuentro. Su confitería, donde es posible deleitarse con unos bagels rellenos de salmón y queso filadelfia (había que decirlo), exuda libertad y tolerancia hacia todo tipo de parejas. A la vez, siendo sede del Edinburgh International Film Festival, uno de los más prestigiosos de Europa y con perfil cercano a nuestro Bafici, programa permanentemente ciclos demasiado apetecibles a los que complementa con muestras en museos.
La cuestión es que, entre afiches de El acorazado Potemkin y de Taxi Driver (cuyas versiones restauradas ya estaban coming soon), y un collage auditivo casual armado con fragmentos de conversaciones cinéfilas flotantes, de puro entusiasta y sin el menor sentido del pudor, me puse a charlar de películas con mimetismo a lo Zelig, impostando un improbable acento scotish.


GlobalizaSion.


Allí mismo, en un escritorio lateral respecto de la boletería, un punk de lo más pulcro promovía un interesante mini festival de terror de 96 horas continuadas llamado "Dead by Dawn", a llevarse a cabo en una de las salas. Momento kodak: la breve discusión que tuve respecto de Cold Fish, la última de Sono Sion a la que él adoraba y a mí me parece una degradación oriental de Los Perros de Paja.


¿De dónde te tengo?


En un día convenientemente lluvioso mi cuñado escocés y su familia nos llevaron a pasear a una zona un poco más lejana que, lo anticiparon, iba a gustarnos.
No se equivocaron: el Forth Bridge, un gigantesco puente ferroviario de acero que conecta el noroeste con el sureste del país y al que los británicos quieren proponer como Patrimonio de la Humanidad, gana en ensoñación cuando la neblina deja ver donde comienza pero no dónde termina.
De repente, la chicharra cinéfila empezó a atosigarme: maldito puente, te conozco, de alguna manera alguna vez atravesé tus rieles, sólo dame unos minutos…

Será tema de un (psico)análisis futuro el porqué de mi malhumor prolongado cuando no consigo asir un dato literario o cinéfilo que me bailotea en la punta de la lengua.
Horas más tarde, ya asumida la derrota, en medio de la cena en un pub y pensando en otras cosas saltó la respuesta como el arlequín de una caja de sorpresas: ¡el tren de Los 39 escalones! ¡Hitchcock!
Ahora, a las fotos que saqué allí, por más color que tengan, las veo en blanco y negro.

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