viernes, 10 de diciembre de 2010

Nice to see you, come back soon !

.
Es así. Cada generación porta sus estandartes musicales y los esgrime como irrepetibles.
Y con razón: músicas específicas acompañan épocas y, sobre todo, distintas experiencias adolescentes de estar en el mundo. Ampliar la percepción e incorporar otras - crecer - llega más tarde.
.
.

En el club del rock progresivo de mediados de los setentas bailar era pecado y quedaba para los que se rendían a los Bee Gees; una tapa del Expreso Imaginario lo atestiguaba: un tomatazo al Travolta de Fiebre de Sábado por la Noche.
Qué cultos que éramos. El formato "canción", con sus versos simples y estribillos, nos era totalmente ajeno, y las composiciones que escuchábamos tenían largas secciones e inclusive citas a sinfonías clásicas. El amor y el desgarro púber, en lugar de explicitarse para la catarsis, se sublimaba en letras que recurrían a crípticas mitologías que parecían (sólo parecían) dotar de profundidad todo lo que tocaban.
El pasado, planeta extraño.

Pomposa, mística y un poco pagada de sí misma, ésa era, no obstante, la banda de sonido de nuestras mejores o peores noches, la que acompañaba la exultancia del amor correspondido o consolaba la soledad cuando se prolongaba demasiado.
Génesis (época Peter Gabriel), Yes, o Gentle Giant (esa anomalía), eran para nosotros lo que para la adolescencia de la década siguiente iba a ser The Cure y para la subsiguiente Nirvana. Insustituibles.

Un día nos despertó el punk a los escupitajos y tomamos conciencia de que nuestro rock sinfónico, con su monumentalismo y sus ruiditos moog, se estaba convirtiendo en parodia de sí mismo. Los jóvenes viejos nos encontrábamos, súbitamente, en terra incognita. El simple devenir histórico musical nos demostraba que el no bailar, más que una convicción ideológica, declaraba cuan reprimidos habíamos estado en relación a nuestros cuerpos.

Abandonados los "álbumes conceptuales", mi puente hacia lo nuevo lo terminaron de tender Jonathan Demme y los Talking Heads en Stop Making Sense proyectada una fría trasnoche londinense en un cine de Leicester Square. No podía parar de moverme (de bailotear espásticamente imitando a David Byrne, bah), y de admirar la poesía de letras complejas en su simplicidad.

El sonido progresivo, sus representantes -los que aún no se habían reciclado al pop y eran estigmatizados como dinosaurios- quedaron herrumbrados en un rincón, olvidados. Los aislados intentos de reformulación con algo más de metal (Dream Theater) o reverencia plagiaria (Marillion) ya no podían ocupar el centro de la escena.

Pero siempre supe agradecer: si no hubiera experimentado tan vívidamente las armonías de Foxtrot, Relayer, o los polirrítmos de Three Friends o Larks Tongues in Aspic... hoy no estaría escuchando a tipos como Miles Davis, John Zorn, o Wayne Horvitz...

¿A título de qué toda esta historia?
.
.

Yes en el Gran Rex. Mis hijos me sorprendieron regalándome entradas y fui con uno de ellos.
La previa fue de sentimientos encontrados: puro amor por el gesto filial y temor ante lo que podía llegar a presenciar.
Fantasía 1: Sin Jon Anderson en la voz ni Rick Wakeman o Patrick Moraz en los teclados, el "Present Tour" (tal la denominación de la gira) sólo podía significar una coartada para estafar audiencias globales aprovechando algún remanente de prestigio.
Fantasía 2: Músicos indolentes cumpliendo un contrato.

El concierto fue magnífico, y yo estoy volviéndome viejo, pero no por la edad sino por los prejuicios.
Desde el arranque hasta la finalización el foco estuvo en la música y no en recuperar para la hinchada la mística setentista del recital prog-rock. Estos Yes maduros desestiman la parafernalia lumínica y la puesta en escena deudora de los paisajes descomunales de las portadas de Roger Dean, y en esa sustracción provocan, acaso por primera vez, que mucha gente deguste aquellos temas separándolos de sus recuerdos nostálgicos. Por eso, ese pretencioso marco introductorio que utilizaban décadas atrás para comenzar sus shows y viciarlos desde el vamos con promesas de magnificencia -el "Firebird" de Stravinsky- está tan ausente como los otrora interminables solos de batería o de teclado, aberraciones que posibilitaban estúpidas encuestas anuales para determinar quién era más veloz en su instrumento y, por lo tanto, mejor (!).

Relevados de personificar el estereotipo, liberados de grandilocuencia, ahora se dedican esencialmente a ser músicos que, distendidos, nos hacen redescubrir melodías de arreglos únicos. Y que debido a la tecnología actual suenan en vivo como nunca antes. Porque, convengamos, uno puede idealizar Yessongs (como a los conciertos de Woodstock y el haber estado allí), pero lo que solía oirse semejaba un empaste sonoro casi indiscernible.

Hoy, aquí, el golpe del bajo Rickembaker de Chris Squire te hace flamear el cuerpo, pero su gravedad no impide la apreciación ecualizada de todos y cada uno de los instrumentos que lo acompañan. La cantidad de guitarras de Steve Howe (un ítem relevante, años ha) importa ahora menos que la sensibilidad con que las toca, y el medley que hizo de sus propios temas (con esa impronta rag que tiene cuando agarra las acústicas) fue de lo mejor de la noche.
Alan White sigue siendo un buen batero sin la creatividad de un percusionista tan completo como Bill Bruford. Y Oliver Wakeman (el que salió de gira con sus "tíos", el hijo de), por suerte no se propuso imitar los clichés de su papá Rick sino cumplir como sesionista al servicio de una música que es más que la suma de sus partes.

La sorpresa resultó David Benoit, el cantante que Yes reclutó por youtube para suplantar a un Jon Anderson engripado. A diferencia de Trevor Horn, que intentó ser su imitación en Drama (y cuya impostura generó una subvaloración de ese buen disco), Benoit parece haber sido criado para ser Jon Anderson, tanto en lo vocal como en lo gestual. No se me ocurre mejor manera de graficarlo: como si a Jon lo hubieran metido en el DeLorean de Back to the Future y regresara joven. De desafíos tales como "And you and I" o "Heart of the Sunrise" sale de lo más airoso.

Nada es perfecto, dos puntos que discordaron:

1) "Owner of a lonely heart" aburre y, estoy seguro, lo tocan por obligación contractual, por haber sido su único hit masivo. Compuesto en una época en que, sin Howe y con Trevor Rabin, intentaban aggiornarse al sonido de los 80´s, se lo siente ajeno al estilo del grupo y su ejecución en el Gran Rex fue el momento más anticlimático de la noche.

y 2) ¿Qué destino ineludible, qué adicción irrefrenable lleva a tantos artistas internacionales a calzarse la camiseta de la Selección en el climax de sus conciertos? ¿qué nos quieren decir? ¿qué se dicen a sí mismos?
..

No hay comentarios.:

Publicar un comentario