jueves, 14 de mayo de 2009

Dormitar viendo películas como una de las bellas artes

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Después de escribir esto, me quedé pensando en otras posibles recomendaciones a degustar en ese estado intermedio entre sueño y vigilia para el que, seguramente, la filosofía budista tiene un nombre: obras que allí realzan su poder opiáceo sobre nuestra subjetividad.
En esa isla evanescente donde aun no dormimos y nuestra laxitud, al mismo tiempo, obtura reconocernos despiertos.


Si la ensoñación a veces refiere al evocar, ahí está Del Tiempo y la Ciudad (Terence Davies, Inglaterra, 2008), elegía de una Liverpool proletaria de posguerra cuya narración en primera persona, nostálgica y desencantada, explora espacios urbanos de la época – cines como palacios plebeyos, obscenas ceremonias Reales en calles pobres, estadios futbolísticos, balnearios para muchedumbres domingueras – que, atisbados desde el 2009, parecen de otro universo.
Poemas, citas y distintos formatos de found footage (reciclaje de imágenes encontradas) hacen que el documental autobiográfico de este conservador anarquista gay proletario y elitista (si, todo junto), califique dentro de este peculiar grupo de films que potencian su efecto consumidos en momentos de semi letargo.


Conservo un vago recuerdo del perfecto estado de adormilamiento con el que disfruté de El Espejo (Andréi Tarkovski, URSS, 1974) hace décadas en el cine Arte, de su cualidad enhebradora de pasado y presente a través de rostros, objetos y rincones color blanco y negro, de unos lentos travellings mecidos por el dulce idioma ruso al susurrarse. ¿Qué más había allí?

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Vampir-Cuadecuc (Pere Portabella, España, 1970).
Su origen podría calificar para el casillero más bizarro: la confección de un “making off” de El Conde Drácula del inimputable Jess Franco con el mismísimo Christopher Lee hablando en español.
Pero el catalán Portabella – recordemos, el mismo que casi cuarenta años más tarde entrega Die Stille vor Bach – rompe con lo presupuesto realizando un film experimental de imágenes saturadas que, por momentos, bordean lo abstracto. Se descentra el mito vampírico, se suprime todo diálogo sustituyéndolo por sonidos elaborados en post producción, que parecen no cuajar en absoluto con las imágenes erráticamente documentales que propone, y se incluye el relato del final de la novela de Stoker narrado por Lee sin maquillaje, lo cual provoca una particular extrañeza.
Sin embargo, si desactivamos nuestro costado analítico, todo cobra sentido: la fascinación del ensueño.
Otra que califica como parte de este lote de películas a beberse con moderación.
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