domingo, 10 de mayo de 2009

Con Die Stille vor Bach corroboro que dormitar es vivir

.En la delicada membrana que separa la vigilia del sueño, durante ese momento round midnight en que Morfeo tironea para llevarnos a su reino, cuando peleamos un poco más de tiempo suplementario para nuestras aficiones luego de un día entregado al mandato de la productividad.

Hay músicas que, suele ocurrir, aplicadas en esa intersección operan de bálsamo para el dolor de cuello, potenciadas por una neutralización de alarmas defensivas que beneficia la apertura de poros perceptivos; casi dormidos, ellas consiguen despojarnos de la razón instrumental para sumergirnos en los matices de lo abstracto.

La cuestión es que - lo sospechaba, pero ahora puedo afirmarlo - también existen películas que poseen esa capacidad para generar el mismo efecto, siempre que nos abandonemos a ellas bajo las mismas condiciones experimentales, en aquel preciso momento descripto en el primer párrafo.

Die Stille vor Bach de Pere Portabella es una de ellas.
No es que vista en otra coyuntura no se sostenga, sino que lo que hace con nosotros en esa situación específica de adormilamiento previa a la bajada del telón hasta el próximo día, mientras nuestra subjetividad parece desintegrarse, es sencillamente mágico.
Imagino que el opio actua parecido: narcosis, analgesia, leve alucinación.

La película habla de Bach pero, lejos de las típicas biopics sobre músicos o artistas excepcionales - de talento sobrehumano, incomprendidos o tocados por Dios: estereotipos - elige hacerlo de una manera practicamente no narrativa y rapsódica.
Porque, más allá de recurrir al compositor como personaje en algunos fragmentos, le interesa hablar de su música y del rango de influencia que ésta sigue ejerciendo desde el siglo XVIII.

Así, convertido en montajista espontáneo por la gracia lipotímica de mi somnolencia, fui mezclando audio e imágenes con fundidos a negro, enhebrando un piano mecánico en salones vacíos, virtuosos camioneros armoniquistas, un coro infantil, paseos por Leipzig de la mano de Bach, paneos sobre partituras, espaciosos negocios de venta de instrumentos musicales copados por infinitos intérpretes simultáneos, un vagón de metro albergando la ejecución de un concierto para cello, partituras útiles para envolver carne, un imponente órgano de tubos, y algunas otras estampas más semi aprehendidas por mi conciencia en retirada.
La música en la vida de las personas, en sus oficios, atravesando iglesias (¿cuanto le debe el culto católico al influjo reverencial que provoca la música de Bach?), siglos y clases sociales. Todo eso, con gran sutileza, despliega el film de Portabella.
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Seguramente, en una segunda visión desde la vigilia, voy a poder analizar otras cosas, pero por ahora prefiero quedarme con esa fragancia hipnótica que aun persiste tras el sueño más profundo.
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