miércoles, 22 de diciembre de 2010

Una nada que deslumbra


1) Después de ese trago llamado Irreversible -técnicamente impecable, éticamente deleznable-, había decidido ignorar cualquier otra cosa que al barman que lo creó se le ocurriera preparar. La incursión de Vincent Cassel en el bestial tugurio, la violación de Mónica Bellucci en tiempo real, y la coartada narrativa de ir del desenlace al comienzo sólo para demostrar que el mundo es una porquería y que todo se destruye i-rre-ver-si-ble-men-te, era un mix de sadismo y banalidad: agredía mis sentidos e insultaba mi inteligencia.

2) Gaspar Noé estrena en Cannes todas sus películas y el casillero "escándalo" siempre le rinde. El tipo es astuto y su marketing va por ahí: nihilismo de qualité más el fogoneo del goce perverso del espectador ante vejaciones nada glamorosas de actrices lindas y un poco famosas (mismo método que Darren Aronofsky con Jennifer Connelly en Requiem por un Sueño).
Hay que admitir, no obstante, que detrás de la pose -y qué cómodo es el pesimismo que se limita a mover la cabecita de lado a lado resignadamente - tiene algunas ideas visuales interesantes, lo cual lleva a preguntarse: ¿para qué sirve el talento cuando se tiene poco o nada para decir?
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3) Pequé, traicioné mi decisión de cruzar la calle para evitar la última de Noé, Enter the void.
En mi descargo diré que la culpa es de Paz de la Huerta: uno tiene su corazoncito y desde que la descubrí desnuda y gatuna en The Limits of Control, la reencontré caliente y gimiente en Boardwalk Empire y luego supe que aparecía aquí, bueno ... pensé que nuestro afrancesado compatriota merecía otra oportunidad.
Y Paz no defrauda, vuelve a desnudarse y a erizarnos todos los pelos; a la vez inspira piedad porque, también previsiblemente, Noé se ensaña con su personaje y lo hace sufrir una barbaridad.



4) Enter the void ejemplifica una paradoja útil para pensar el estado de las cosas en el cine actual: algo brillantemente filmado, hasta original en sus resoluciones formales, puede ser al mismo tiempo un bodrio.

Cuando Oscar, el joven dealer que vive en Tokio, es traicionado y muere baleado en el baño del bar donde iba a hacer una entrega, su –digamos- alma permanece presente para acompañar a su joven hermana, que queda sola y bailando en un antro mientras el dueño del lugar se la coge y finge que la comprende. Sí, adivinaron: la maldad o las casualidades trágicas trabajando para el mal no paran un segundo, y aplastan sin contemplación a todos los personajes (los que no están reventados en los márgenes son burgueses hipócritas, las infancias felices son rebanadas, etc).

Cómo cuenta esto, ése es el quid que no permite desechar tan fácilmente su pornografía argumental. Deslumbrante. Si uno se entrega va siendo abducido desde el vamos.



La cámara subjetiva hace que seamos Oscar en su última noche, viendo no tanto desde sus ojos sino desde detrás de sus hombros (lo cual transmite una mayor gravedad a su cuerpo físico); la bio descomposición de la realidad bajo los efectos de la droga -colores sobresaturados y hongos flotantes esporádicos que ya envidiaría Estados Alterados de Ken Russell- superpuesta a un tenue monólogo interior, nos pone high a nosotros también.

Es cuando este impactante verismo de la puesta en escena se anima a dar un paso más arriesgándose a explotar en el ridículo o en el misticismo new age.
Sale triunfante: Oscar muere, y su mirada - que sigue siendo la del espectador - se desliga de su cuerpo y gana en levedad, flota por ambientes (casi diría por átomos), y deviene testigo mudo espacio-temporal de los personajes con los que estuvo ligado.

El magnetismo de turbina que ejercen sobre este mirar los huecos de toda clase (incluyendo los humanos), los travellings por una desolada Tokyo de neón y por el sexo barrido a través de las paredes de un Love Hotel, los momentos en que la pantalla asemeja un lienzo de pintura casi al borde de la abstracción...



Si tan sólo hubiera confiado en su sinfonía de sugerencias visuales ya hubiera dicho unas cuantas cosas sobre el mundo, y cada uno de nosotros hubiera podido vivir su propia aventura (o droga).
Pero Noé no es Tsai Ming-liang y se la pasa explicando.

Imaginen la virtuosa exhuberancia barroca del Dracula de Coppola: ¿cómo quedaría si cada quince minutos Anthony Hopkins, en su rol de Van Helsing, explicara que los vampiros no pueden reflejarse en un espejo?

Los pocos diálogos que hay en Enter the void se proponen fijar la historia, que pronto va quedando planchadita y pueril, tal como unívoca en su advertencia de que todo está muy mal.
Alex, amigo de Oscar, le pregunta si leyó el "Libro de los Muertos" que le había prestado -vemos al libro en imagen-, y ahí nomás, porque sí, mientras lo acompaña a lo que será su infausta última entrega como dealer, le cuenta que según ese libro cuando alguien muere su alma vaga acompañando a sus seres queridos hasta que reencarna y bla, bla,bla.
¿No nos sentimos subestimados cuando desde el comienzo se nos impone una guía de instrucciones para interpretar lo que veremos a continuación?
¿O cuando hechos puntuales traumáticos se repiten en mil flashbacks (ejemplo: un accidente + la separación de dos hermanitos + "prometiste que nunca me abandonarías")?
Pues esto es lo que hay, e indigna cómo desactiva la magia de imágenes virtuosas que hubieran podido conformar algo más que un chato cuentito pesimista con pretenciones de budismo zen.



Y si todo era la alucinación final de Oscar antes de su desangre fetal en el baño, un deambular de su espíritu antes de la próxima reencarnación, o el últimísimo trip, todo vale, nada vale, da igual.
Qué bien filma Gaspar Noé. Qué porquería de película.


Bonus track.
Una más y no jodemos más:
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Los títulos iniciales de Enter... son de un shockeante grafismo electropop similar a la epilepsia de colores con la que, según dice el mito, Pokemon provocaba convulsos.
No estoy seguro de que rimen con la historia que los sucede, pero son una pequeña maravilla en sí, acaso los mejores credits del año.
Pueden verlos aquí e imaginar la experiencia en un cine.
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