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(A propósito de Wings of hope de Werner Herzog, Alemania, 2000, vista en la Sala Lugones del TGSM a sala llena)
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Es 1971.
Un avión cae en el Amazonas.
El vuelo, de Lima a Cuzco, ya venía precedido por oscuros presagios: pésima línea aérea, demoras, accidentes anteriores…
Un cineasta, que en esa época andaba filmando por la región las demenciales aventuras de un conquistador español del Siglo XVI, zafa mágicamente de abordar el aparato debido a la suspensión de un vuelo previo (pero recuerda haberse codeado en el aeropuerto con los pasajeros del fatídico episodio).
Una sola sobreviviente, alemana, cuyo padre biólogo dirige un a estación de estudios en plena selva, logra abrirse camino merced a un ímpetu positivista y a cierto conocimiento empírico de la naturaleza. Con sus llagas, avanza trabajosamente desde los despojos del avión hasta el arroyo que, presume, pronto la depositará en un río donde alguna embarcación terminará rescatándola.
Sin embargo, salvarse no resulta tan fácil: mucho más tarde, una recorrida aérea por el lugar demuestra que el arroyo confluía en un riacho de serpenteante forma, nada navegable e, irónicamente, cerca del correcto.
Juliane Koepke, puro triunfo de la voluntad, persiste en la senda equivocada hasta que a los 12 días avista una cabaña en la ribera.
Casi tres décadas después, Juliane, animada por aquel cineasta que acaso pudo haber muerto en la misma catástrofe, vuelve al lugar a reconstruir su periplo, empezando por la caída en tirabuzón hacia esas nutridas copas de árboles que desde arriba asemejan brócolis, hasta el reencuentro con su salvador.
Mientras nuevos restos del crash florecen, ella, a quien es difícil no catalogar de masoquista - salvo que creamos en que para liberarse de un trauma hay que volver a pasar por la misma situación que le dio origen (¡gracias, Hollywood!) - recorre otra vez la senda para explicar, incólume, didáctica y mirándonos a los ojos, a qué cosas temerle y a cuáles no, más lo relativo a la vegetación, a los animales salvajes y a la búsqueda de comida.
Y la cámara está ahí.
Permitiendo que el presente se superponga con el pasado y lo onírico supure.
O desviándose hacia la belleza sorpresiva que el mundo regala a los atentos (como en esa inesperada toma a la niña de tímida sonrisa).
En un devenir pausado, apenas escandido por la dulce voz narrativa de uno de nuestros directores/anfitriones favoritos.
Pero, aguarden…aviones que se caen, destinados encuentros en aeropuertos, flashbacks y flashforwards, gente macheteando la vegetación para abrirse paso, una estación de estudios biológicos en plena selva, una versión alternativa de lo ocurrido (en el extracto de un impresentable film alemán sobre Juliane), un travelling que deja entrever un oso taxidermizado…¿no remiten a cierta serie de alcance global?
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Un avión cae en el Amazonas.
El vuelo, de Lima a Cuzco, ya venía precedido por oscuros presagios: pésima línea aérea, demoras, accidentes anteriores…
Un cineasta, que en esa época andaba filmando por la región las demenciales aventuras de un conquistador español del Siglo XVI, zafa mágicamente de abordar el aparato debido a la suspensión de un vuelo previo (pero recuerda haberse codeado en el aeropuerto con los pasajeros del fatídico episodio).
Una sola sobreviviente, alemana, cuyo padre biólogo dirige un a estación de estudios en plena selva, logra abrirse camino merced a un ímpetu positivista y a cierto conocimiento empírico de la naturaleza. Con sus llagas, avanza trabajosamente desde los despojos del avión hasta el arroyo que, presume, pronto la depositará en un río donde alguna embarcación terminará rescatándola.
Sin embargo, salvarse no resulta tan fácil: mucho más tarde, una recorrida aérea por el lugar demuestra que el arroyo confluía en un riacho de serpenteante forma, nada navegable e, irónicamente, cerca del correcto.
Juliane Koepke, puro triunfo de la voluntad, persiste en la senda equivocada hasta que a los 12 días avista una cabaña en la ribera.
Casi tres décadas después, Juliane, animada por aquel cineasta que acaso pudo haber muerto en la misma catástrofe, vuelve al lugar a reconstruir su periplo, empezando por la caída en tirabuzón hacia esas nutridas copas de árboles que desde arriba asemejan brócolis, hasta el reencuentro con su salvador.
Mientras nuevos restos del crash florecen, ella, a quien es difícil no catalogar de masoquista - salvo que creamos en que para liberarse de un trauma hay que volver a pasar por la misma situación que le dio origen (¡gracias, Hollywood!) - recorre otra vez la senda para explicar, incólume, didáctica y mirándonos a los ojos, a qué cosas temerle y a cuáles no, más lo relativo a la vegetación, a los animales salvajes y a la búsqueda de comida.
Y la cámara está ahí.
Permitiendo que el presente se superponga con el pasado y lo onírico supure.
O desviándose hacia la belleza sorpresiva que el mundo regala a los atentos (como en esa inesperada toma a la niña de tímida sonrisa).
En un devenir pausado, apenas escandido por la dulce voz narrativa de uno de nuestros directores/anfitriones favoritos.
Pero, aguarden…aviones que se caen, destinados encuentros en aeropuertos, flashbacks y flashforwards, gente macheteando la vegetación para abrirse paso, una estación de estudios biológicos en plena selva, una versión alternativa de lo ocurrido (en el extracto de un impresentable film alemán sobre Juliane), un travelling que deja entrever un oso taxidermizado…¿no remiten a cierta serie de alcance global?
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Mientras se siguen deshilachando los múltiples cabos que, a manera de fuga hacia delante, se fueron abriendo en las temporadas anteriores de Lost (los cuales, no les quepa duda, derivarán en una enclenque solución deux ex machina), la única lucha de los guionistas en esta final no será con la lógica interna de la historia sino con la medición de rating, presionados para que los espectadores no abandonen el barco (o el avión), la tele o la compu.
Y del otro lado de la pantalla, la furibunda audiencia global estará demandando por un supuesto derecho a no ser estafada en su devoción adrenalínica. Ignoran, pobrecitos, que por toda respuesta recibirán malas digestiones de Philip K Dick.
Para Werner Herzog, completamente en otra sintonía, la cosa parece tanto más sencilla. Se trata de estar abierto a las historias que ya existen para descubrir en ellas personajes que, de tan increíbles, sólo pueden pertenecer a este mundo en que vivimos: un adorador de osos, Juliane, unos científicos en la Antártica, ¿Kinski?
Coherencia visual y sonora en universos inventados que están todos en éste, fluyendo sin demandar puntos finales.
Pienso: así como en formato televisivo David Lynch pudo desarrollar Twin Peaks o Fassbinder su Berlin Alexanderplatz, ¿qué no podría hacer Herzog con un avión cayendo, una isla fuera de radar, personajes mesiánicos, y dinero para la producción de unas cuantas temporadas?
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Y del otro lado de la pantalla, la furibunda audiencia global estará demandando por un supuesto derecho a no ser estafada en su devoción adrenalínica. Ignoran, pobrecitos, que por toda respuesta recibirán malas digestiones de Philip K Dick.
Para Werner Herzog, completamente en otra sintonía, la cosa parece tanto más sencilla. Se trata de estar abierto a las historias que ya existen para descubrir en ellas personajes que, de tan increíbles, sólo pueden pertenecer a este mundo en que vivimos: un adorador de osos, Juliane, unos científicos en la Antártica, ¿Kinski?
Coherencia visual y sonora en universos inventados que están todos en éste, fluyendo sin demandar puntos finales.
Pienso: así como en formato televisivo David Lynch pudo desarrollar Twin Peaks o Fassbinder su Berlin Alexanderplatz, ¿qué no podría hacer Herzog con un avión cayendo, una isla fuera de radar, personajes mesiánicos, y dinero para la producción de unas cuantas temporadas?
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