sábado, 1 de agosto de 2009

Algunas familias del cine japonés

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Con mayor o menor grado de nostalgia o fatalismo, ya son muchas las décadas en que el cine japonés recorre la gradual decadencia de la institución familiar.
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La referencia canónica siempre será, para mi, la melancolía del viejo pater familias que Chishu Ryu compone en Historia de Tokyo de Ozu (1953), comentándole a su esposa que tal vez esa ciudad - con su ritmo, acelere y desapego - esté concebida más para las nuevas generaciones: una manera piadosa de asumir que la visita a los hijos los va a devolver más solos a su lugar de origen.
Un drama atemperado por el simple hecho de que, a pesar de todo, la anciana pareja se quiere y se tienen el uno al otro (hasta que no).





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Los trenes, junto a las lentas embarcaciones que recorren el plano de lado a lado, se han convertido en citas recurrentes a su tono elegíaco.Si damos un salto temporal hacia los films nipones de los últimos años, la conclusión es terminante: todo está mucho peor.
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Aun así, zonas amables: viñetas costumbristas de una familia de clase media en Mis Vecinos los Yamada de Isao Takahata (1999) - estudios Ghibli + canción por Akiko Yano: un chupetín -,
















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o el retrato cariñoso de cada integrante del clan familiar tomado desde un lente surrealista con ribetes manga en El sabor del Te de Katsuhito Ishii (2004).












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Pero por cada uno de estos hay varios Nobody Knows (2004), o algunos Visitor Q (2001).

En Nobody..., Hirokazu Kore-eda define el estado de las cosas mediante la recreación de un hecho aparentemente real, una madre - más que una villana, una inmadura - abandona a sus hijos en un pequeño departamento en un barrio de Tokyo, debiendo valerse ellos por sí mismos y cayendo indefectiblemente en la pauperización progresiva. La tragedia de la desprotección infantil en la megaciudad, la familia como esquirla remanente a posteriori de la detonación de su esquema básico.











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(La Tumba de las Luciérnagas, la devastadora nouvelle de 1967 de Akiyuki Nosaka, también describía la orfandad infantil y la muerte por inanición, pero lo hacía en el contexto del Japón bombardeado de posguerra. Nobody... lo hace en un presente que no requiere circunstancias exógenas al sistema para supurar marginalización).
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En Visitor Q, Takashi Miike introduce a un enigmático desconocido que, al penetrar en el espacio de la familia, actua como catalizador de cada uno de sus degradados integrantes.
(Me pregunto: ¿habrá visto Miike Teorema de Passolini?).
Sin sutilezas, y en ese estilo tan violentamente hiperrealista que a veces le da buenos resultados, muestra a la madre necesariamente adicta (¿ cómo pretenden que soporte, si no, las palizas que le da su hijo y el ninguneo de su marido?), a la hija prostituta y al padre como cliente.
El panorama es desolador, porque las acciones de todos parecen consecuencia de la agresión externa que los oprime y genera su réplica en el supuesto espacio protegido del hogar.
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Hay un elemento fantástico en el centro del relato: la madre destila leche de sus pechos en cantidades industriales; pero por más nutricia que sea no compensa la sequedad afectiva de esa familia.
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