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(a propósito de Indignación)
Hechos que no sucedieron durante la Segunda Guerra Mundial pero que hubieran podido suceder y torcer el devenir contemporáneo en La conjura contra América, la práctica estigmatizadora del maccarthysmo en Me casé con un comunista, la degradación de las libertades utópicas de fines de los 60´s en Pastoral Americana, Israel, la diáspora y la paranoia en Operación Shylock, o el escándalo Clinton-Lewinski como telón de la mentira individual que marca al personaje principal de La mancha humana.
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Roth podrá situar históricamente sus novelas en determinados acontecimientos del siglo XX, armar tramas y subtramas más o menos episódicas, recurrir a distintos narradores a veces protagonistas, a veces testigos, casi siempre alter egos (Zuckerman y Philip Roth a la cabeza), y focalizar geográficamente la mayoría de los relatos en su Newark natal pero, invariablemente, todos los libros que leí de él - unos 15 - (me) hablaron de la relación de los hijos con sus padres.
Más específicamente, de la lucha por liberarse de coordenadas que el padre juzga como adecuadas para que sus vástagos construyan un futuro.
Una tensión familiar que reviste la paradoja de ser también amorosa: el hijo quiere irse – de la casa paterna, de la cultura cerrada, de los oficios a heredar, de las profesiones liberales a las que debería tender –, pero al mismo tiempo comprende los devenires y los contextos que hicieron a sus progenitores ser como son.
Art Spiegelman en Maus, narrando las vicisitudes de los judíos europeos a partir del pasado de su padre judío polaco sobreviviente de Auschwitz , opera de la misma manera, sobre todo porque lo hace desde el presente de la difícil relación con un padre despótico y obsesivo que, en un punto, no es más que el despojo aun vivo luego de la flagelación a la que fue sometido.
Me puse a pensar en estas cosas apenas finalicé el último libro de Roth, Indignación, refrendando a la vez la sospecha de que en sus novelas el eje es siempre la relación hijos-padres y nunca la inversa padres-hijos (excepción: Pastoral Americana). Probablemente porque – no me interesa indagar en la biografía del escritor- le importa más contar los caminos para emanciparse de esa sombra terrible representada por padres que, condicionados por una Historia terrible, señalan hacia atrás mientras instan, con un amor asfixiante, a temer y a pertrecharse.
Lo cual no excluye el reconocimiento afectivo a la familia y a la comunidad por parte de Roth, como ocurre en La conjura… cuando, frente a la ucronía de una Norteamérica aislacionista y progresivamente nazi, se las traza como lugares de resistencia y transmisión de valores positivos (la solidaridad, el trabajo, la pertenencia a una tradición). Ni la semblanza de la figura paterna durante los últimos días de Herman Roth, padre de Philip, en la sublime Patrimonio.
Pero, volviendo al punto, en general la dominante vincular hijos-padres no se presenta así.
Del Portnoy sexópata compulsivo de El Lamento de Portnoy , educado en la culpa por no considerar el sacrificio y el esfuerzo de quien “trabaja como un burro por ti”, pasando por el incipiente Nathan Zuckerman de La visita al maestro, directamente acusado por padre, madre y comunidad de haber traicionado al pueblo judío a partir de la publicación de su relato "Carnovsky" (1) , el itinerario del hijo en la obra de Roth suele incluir la búsqueda de simbólicos padres sustitutos tales como el combativo Ira Ringold de Me casé con un comunista, o el escritor E.I. Lonoff de La visita… , cuya vida aislado en una cabaña copiará Nathan en la adultez (La Mancha Humana, Sale el Espectro).
Pero en Indignación hay todo un matiz.
Porque Marcus Messner, narrador desde la muerte o el limbo morfinómano, es un hijo modelo que no tiene inconveniente en vivir proporcionando satisfaciones a su humilde padre, un carnicero kosher de Newark: es agradable, estudioso, trabajador, aplicado y desea ser el primero de su promoción universitaria.
Sin embargo algo ocurre, progresivamente su padre comienza a atosigarlo aterrado de que pueda pasarle algo, como si temiera cederlo al mundo ("¿Dónde estabas? ¿Por qué no estabas en casa? ¿Cómo sé dónde estás cuando sales? Eres un chico con un magnífico futuro ante ti...¿cómo sé que no vas a sitios donde podrían matarte?"), lo cual provoca su huída a Winesburg, otra universidad, una más lejana en kilómetros respecto de esa vigilancia absurda e inmovilizante.
Aquí el contexto epocal es la guerra de Corea de principios de los 50´s, el temor real a ser reclutado e - imagino Irak resonando en el actual lector norteamericano de la novela - la supremacía de un discurso patriótico-conservador.
Marcus desea proseguir con su plan de estudios tal como lo prevé, pero su estancia en ese lugar tan wasp, tan de asistencia obligatoria a servicios religiosos, tan intolerante de los individuos renuentes a formar parte de grupos que los "contengan", lo termina poniendo a él, autodisciplinado y brillante, en el lugar del rebelde marginal.
Hawes D. Cadwell, el "decano de los varones" de Winesburg, otro padre sustituto rothiano aunque esta vez negativo - un personaje al que amé odiar -, corporiza un macarthismo estatal apenas camuflado por modos amables que, poco a poco, hará caer en espiral a un Marcus defensor de Bertrand Russell y sospechado de sexo.
Y todo se acelera para peor, claro: operación urgente de apéndice, chantaje materno, el habitat reducido a pocilga, un embarazo misteroso, la certeza anticipada de una muerte en el frente militar...
¿Qué pasó?, ¿cómo se llega al desastre cuando en nuestra vida todo parece estar bajo control y no hacemos mal a nadie?
Bueno, ahí está la maestría de Philip Roth para contarnos la manera en que "las elecciones más triviales, fortuitas e incluso cómicas obtienen el resultado más desproporcionado".
El padre de Marcus, sobreviviéndolo sólo para ir muriendo triste y de a poco, se lo había anticipado mucho antes, apenas comenzada su locura protectora, al advertirle que un pequeño paso en falso podía acarrear trágicas consecuencias.
Asi que, por una vez en el corpus rothiano de tragicomedias, el paranóico que nos quiere, nos cuida y nos sofoca tiene razón.
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(1) Recuerdo el cuestionario de 10 preguntas a Nathan Zuckerman y vuelvo a reirme:
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“1. ¿Habrías escrito este relato si vivieras en la Alemania nazi de los años treinta?;
2. ¿crees que el Shylock de Shakespeare y el Fagin de Dickens no han sido útiles a los antisemitas?;
3. ¿Practicas el judaismo? Si la respuesta es positiva, ¿de qué manera? En caso contrario, ¿cuáles son tus credenciales para escribir sobre la vida judía en una revista de difusión nacional?”;
4. ¿Te atreverías a afirmar que los personajes de tu relato son una muestra representativa de las personas que integran en nuestros tiempos una comunidad judía normal?;
5. Dentro de un relato de ambientación judía, ¿qué razón puede haber para describir la intimidad física entre un casado judío y una soltera cristiana? En un relato de ambientación judía, ¿por qué tiene que haber a) adulterio; b) una incesante pelea familiar por motivos de dinero; c) comportamiento humano aberrante, en general?
6. ¿Qué conjunto de valores estéticos te lleva a pensar que lo barato es más válido que lo noble y que lo abyecto es más verdad que lo sublime?
7. ¿Qué hay en tu carácter que te lleve a asociar tan gran parte de la fealdad de la vida con los judíos?
8. ¿Puedes explicar por qué en ninguna parte de tu relato, uno de cuyos personajes es un rabino, encontramos la grandeza oratoria con que Stephen S. Wise y Abba Hillel Silver y Zvi Masliansky conmovieron y emocionaron a su público?
9. Dejando aparte la ganancia monetaria que del hecho pueda derivársete, ¿qué beneficio crees tú que la publicación de este relato en una revista de difusión nacional proporcionará a a) tu familia; b) tu comunidad; c) la religión judaica; d) el bienestar del pueblo judío?;
10. ¿Puedes honradamente decir que hay algo en tu relato que no confortaría el ánimo de gente como Julius Streicher o Joseph Goebbels?"
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