viernes, 9 de julio de 2010

Miyazaki cosecha ´86

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No falla jamás: termino de ver una película de Miyazaki y me descubro llorando. Aún en las revisiones.
Mejor no analizar demasiado la magia de este hechizo, aunque sospecho que el componente musical Hisaishi (con sus acordes quebrados en el piano), tiene gran responsabilidad en el asunto. Volvió a pasarme con Laputa, Castle in the Sky, una de las pocas que no había visto y guardaba para alguna ocasión particular.

Que se presentó dos días después de la muerte de Leni, nuestra adorada perrita con la que vivimos 12 años.
El clima de melancolía familiar ahora parece estar cediendo un poco - hasta la tristeza tiene fecha de vencimiento y ya han pasado tres meses –, pero al momento de colocar el dvd en el reproductor continuaba tiñendo los muebles.
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Conectarse con Laputa, Castle in the Sky significa escabullirse a un mundo paralelo que compensa el nuestro, salir de la rutina cotidiana para vivir nosotros también, aunque de prestado, aventuras enormes.
Porque, ¿a quién no le tienta, por un rato, ser un pirata en busca de tesoros lejanos, llegar a un planeta que se creía inexistente, desbaratar planes militares y, en el medio, vivir el más idealizado romance infantil, flotar por esos cielos?

Un tipo de aventura que los casi cincuentones leíamos en Verne, en Salgari y en Swift, mediados por la popular colección Robin Hood.
Un tipo de cine que, siendo absolutamente personal, combina el serial del mudo (persecuciónes entre locomotoras, rescates de último minuto) con el nervio de John Ford (la pelea a puñetazo limpio similar a la gozosamente interminable de El Hombre Quieto), y una versión de Blancanieves al servicio de filibusteros incivilizados.



A lo que agrega, heredado de Osamu Tezuka, el diseño del mecha (robot) más melancólico e insondable de los que en el animé han sido: un gigante de pesado andar con la misión de proteger las ruinas de un lugar que ya no podrá reconstruirse (o sea, un guardián de la memoria), un ser repleto de luz (literal y metafórica) cuya presencia conmueve sin necesidad de rasgos faciales "tiernos".



Es notorio cuánto Laputa preanuncia -más aun que la anterior Nausicaä- todos los temas del cine posterior de este sensei del animé.
Está la bruja malísima que en el fondo es una abuelita con un corazón de oro, la niña temerosa devenida en heroína, la naturaleza salvaje luchando por restituir su propio equilibrio (como en Avatar pero sin su anestesia new age), y ese alegre maquinismo aéreo amateur opuesto a la densidad metálica de los acorazados voladores de, por ejemplo, Katsuhiro Otomo.

Bueno, demasiadas enumeraciones para encubrir mis ganas de que los tantísimos amigos que quieren a Chihiro y a Totoro vean ésta (antes o después de Toy Story 3).
Pero sepan que, principalmente, escribí esto para agradecerle a Miyazaki el haberme acompañado cuando lo de Leni-lé.

Y algo más, un anhelo de niño grandote:
¡No quiero conocer Disneylandia! ¡quiero ir a los Estudios Ghibli!

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2 comentarios:

  1. jejejeje! Qué linda nota, Pablo!
    No ví esta peli de Miyazaki, pero me dieron muchas ganas. La veo y te cuento, porque a mí también me emocionan terriblemente sus películas. Qué lindo ir a estudios Ghibli! te imagino a vos totalmente sacado! comentándole a Ruti: "mirá, estos son los pomponcitos que en Totoro aparecían de pronto entre el pastooo... Woooow... y éste es el personaje que aparece sólo por un segundo pero que es súper contundente... en Mononoke.. cuando están cazando a ese jabalí gigante y demoníaco..." jajaja!

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  2. Síííííí, incluyendo en el paseo vuelos rasantes con el aeroplano de Porco Rosso y un reparador relax en el spa de los dioses que aparece en Chihiro.

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